La intensa, salvaje e implacable embestida mediática desatada últimamente contra Juan Pablo II, obliga a preguntarse por el significado de la figura y la memoria del Papa polaco en la generación actual, y por lo que debería de significar.
No pienso analizar las causas de los motivos que han inspirado a los autores de dicho ataque mediático contra el Papa Wojtyła. Pero cabe subrayar que no estamos hablando aquí sólo de una personalidad histórica, que jugó un papel fundamental en los anales del viejo continente y, por ende, del mundo entero contribuyendo a la caída del comunismo en Europa oriental. El legado del Papa de Wadowice constituye un interesante recurso al que no debería renunciar ni el que se llama católico, ni tampoco nadie que reconozca el patrimonio de la filosofía clásica y de la tradición de la civilización Occidental.
Santo
La primera de estas dimensiones se centra indudablemente en la santidad de Juan Pablo II, confirmada en su proceso de canonización por la Iglesia. Desde una perspectiva católica, el Papa polaco es un santo. Esto es, Karol Wojtyła fue declarado por la Iglesia Católica como ejemplo a seguir, por su manera heróica de encarnar las virtudes humanas y cristianas.
Para los fieles de la Iglesia, la conducta diaria de Juan Pablo II – cuyo pontificado duró más de un cuarto de siglo, vigilado muy de cerca por medios de comunicación que no siempre lo miraban con buenos ojos – fue signo de una profunda devoción expresada de forma natural, que ponía de manifiesto la belleza de una postura religiosa al alcance de cualquiera. Para los católicos, el Papa fue ejemplo de ese coraje, propio de una gran persona, que no vacila a la hora de defender con firmeza la justicia y la verdad, que no mira los beneficios coyunturales que le podía traer renunciar a estos valores.
Los que aún recordamos esa época, en la que Juan Pablo II fue envejeciendo, podemos atestiguar que fue ejemplo de servicio fiel, constante, paciente a pesar del sufrimiento y las adversidades. Todo el mundo lo pudo ver, puesto que pasó hace relativamente poco, ya en la era posdigital.
La autoridad de Juan Pablo II no se limitaba tan sólo a una actitud espiritual cautivadora, algo que tal vez hoy día entienda ya un grupo más bien reducido de personas interesadas por en su crecimiento espiritual. Desde la perspectiva de una persona religiosa, como indudablemente lo fue Juan Pablo II, este aspecto fue y sigue siendo quizás de especial importancia. Pero no nos podemos detener ahí.
Político
Él mismo no se consideraba político, sino pastor de almas. Sin embargo, dejó una huella indeleble en la vida política de aquellos tiempos, contribuyendo a la ruptura de ese orden mundial y europeo basado en dos bloques opuestos. Una división creada tras la conferencia de Yalta, mantenida más tarde de un lado, por el agresivo imperialismo soviético y, del otro, por la política conservadora del bloque de los países occidentales. Incluso los mismos medios de comunicación izquierdistas y liberales, involucrados en el ataque a su persona, hicieron homenajes a Juan Pablo II por sus logros en este campo.
A finales de los años 70 y 80 del siglo pasado, la enseñanza y el servicio de Juan Pablo II empujaron a los pueblos del bloque del Este a despertar la olvidada hace tiempo esperanza por reconquistar la libertad social e identidad nacional, cortadas de raíz por un yugo moscovita de varias décadas de duración.
Es algo que se pone de manifiesto en la historia de los polacos en esta época. Seguramente sea difícil responder a la pregunta si el surgimiento del movimiento Solidaridad en agosto de 1980 hubiera sido posible, si un polaco no hubiera sido elegido Papa. Lo que sí se puede decir es que la autoridad del Santo Padre contribuyó en gran medida a la forma, repercusión y eficacia de este movimiento social polaco que desafió el comunismo.
Pero no son únicamente los polacos los que están en deuda con la impactante autoridad del Sumo Pontífice, nacido del otro lado del telón de acero. También los checos, eslovacos, lituanos e incluso los rumanos pueden pronunciarse al respecto.
Desde la perspectiva actual, tal vez el impacto más notable sea la aportación pionera de Karol Wojtyła, ya elegido Papa, de recordarle a la opinión pública mundial la existencia y el sufrimiento del pueblo ucranio, poniendo por ejemplo en marcha durante nueve años la Novena del Bautismo de la Rus de Kiev, junto con el cardenal Jósyf Slipyj y el cardenal Myroslav Lubachivsky, su sucesor. El Papa reclamó durante años los derechos fundamentales de los greco-católicos ucranios. Abordó la suerte del pueblo ucranio como un problema de política internacional, de la cual en los años 70 del siglo XX el mundo ya se había olvidado.
Por supuesto, al igual que el investigador norteamericano Paul Kengor, podemos ver a Juan Pablo II sobre todo como compañero de Ronald Reagan en el proceso de desmantelamiento pacífico del bloque comunista en la década de los 80 del siglo pasado. Sin embargo, comparado con el gran presidente de los Estados Unidos, el papel de su Santidad tuvo, en mi opinión, una dimensión mucho más profunda.
Juan Pablo II y Reagan compartían la visión de una vida social fundada en la verdad religiosa y la convicción del mal existencial del régimen comunista. Pero, además, el Papa introdujo de nuevo en el discurso político mundial un razonamiento basado en el concepto – tan inherente dentro de la cultura polaca, en la que creció Karol Wojtyła – de que una nación es una comunidad natural fundada en un vínculo cultural, y es indispensable para que el hombre logre la plenitud de su identidad humana. En este contexto, la el grito de las naciones europeas, oprimidas por el imperio soviético, no era – como deseaban verlo los partidarios del régimen– una usurpacion nacionalista, sino un acto de reivindicación de los derechos naturales por los representantes de estos pueblos.
La enseñanza y servicio de Juan Pablo II restituye también la importancia del – olvidado o ignorado por los políticos – factor ético en las relaciones internacionales. El Papa reclama justicia para los países de la Europa del Este, avasallados en el marco del acuerdo de Yalta, pueblos denominados «del Sur», vulnerables hacie al Norte dominante, en un contexto de orden global. El Papa señalaba también que la política internacional debía incluir de manera práctica el amor al prójimo, lo cual no se oponía a una actitud realista de la política internacional. Wojtyła fue de los que nos recordaron, que un auténtico realismo incluye la ética como un factor esencial de la política. Y que el cinismo – abierto o disfrazado de humanitarismo falso – no es una actitud más realista que el amor cristiano bien ordenado.
Fue también de mayor importancia el hecho de que el Papa empezara un debate con el marxismo, enfoque dominante a finales de los 70 del siglo XX entre los intelectuales en Occidente, y su forma de ver al ser humano y la sociedad. El Papa aún no se opuso frontalmente al marxismo, pero señalaba por aquel entonces con claridad las deficiencias del ateísmo, materialismo y del colectivismo de dicha ideología, proponiendo un enfoque cristiano del ser humano como alternativa coherente.
El Santo Padre se aventuraba sin complejos a terrenos hasta entonces en la práctica reservados a pensadores que se describían como socialistas ateos,tal y como se puede leer en la encíclica sobre el trabajo Laborem excercens, publicada en 1981. Ofrecía una alternativa creíble para el pensamiento marxista, despojando así al comunismo y al marxismo de su supuesta superioridad moral. Una superioridad que, los que se identificaban con esta ideología, usurpaban desenfrenadamente desde hacía un par de décadas, atacando salvajemente las sociedades tradicionales. El Papa llevaba toda esta polémica un poco al margen, no permitiendo verse reducido a un crítico del marxismo más, sino tratando de mostrar cómo concebía la imagen auténtica del hombre, a la luz de la revelación cristiana. Éste fue uno de los factores intelectuales y morales clave para el repudio de la izquierda revolucionaria de los años 80 del siglo pasado.
Filósofo
Este último aspecto enlaza la obra de Juan Pablo II – personaje influyente de la política de su tiempo – con la obra, que sigue siendo pertinente, del pensador Karol Wojtyła. Y es que el Papa – antes de haber sido elegido como tal – fue profesor de ética filosófica en la Universidad Católica de Lublin. Mantenía una clara postura respecto a las principales cuestiones filosóficas relativas al pensamiento moderno. Postura que resultaba crucial dado a la autoridad personal que despertaba y posición social de Wojtyła.
Su Santidad abordaba una gran número de cuestiones filosóficas clave en el ámbito de la antropología filosófica. Me centraré aquí en tres de ellas, cuyo significado me parece fundamental.
En primer lugar, el Papa evocó la antropología católica en su plenitud. Juan Pablo II, más que nadie, mostró en las décadas pasadas con constancia la fuerza de la visión católica del ser humano. El posicionamiento del Papa Wojtyła revelaba una antropología católica que unía eficazmente algo que a simple vista, parecía excluirse, como la dimensión individual y a la vez colectiva del ser humano; la dimensión espiritual pero también material de la existencia humana. Y, finalmente, la del ser humano inmerso en el tiempo y, a la vez, capaz de tocar lo trascendental. Todo ello parecía ser una alternativa seria a los diferentes reduccionismos dominantes del pensamiento moderno tanto de tipo materialista (marxistas o consumista) como espiritual (originado en la filosofía oriental). Esta visión coherente del ser humano iba a ser también la cura para el malestar existencial y el miedo que devoraba al hombre moderno, tema que el Papa abordó también en su primera encíclica programática Redemptor hominis, publicada en 1979.
El hecho de situar los aspectos antropológicos en el centro de la reflexión papal ha influido también en que Juan Pablo II haya tomado una postura muy clara respecto a otros problemas de gran importancia del pensamiento moderno. Como he mencionado antes, el Papa reiteró la importancia de las comunidades naturales en la vida humana, con un enfoque especial hacia la familia, comprendida como comunidad fundada en el matrimonio heterosexual monogámico, y el pueblo o nación, comprendido como una comunidad cultural. Estos asuntos, para muchos filósofos contemporáneos de mucha controversia, fueron objeto de su reflexión, por ejemplo, en la exhortación Familiaris consortio de 1981, y de diferentes discursos, por mencionar tan solo el pronunciado en la UNESCO el 2 de abril de 1980. También aparecen en el publicado al final de su vida libro de carácter personal, Memoria e identidad. Su posicionamiento antropológico estaba fundado en el respeto inalterable a la dignidad innata de la vida humana, desde la concepción hasta la muerte natural, expresado por ejemplo en la encíclica Evangelium vitae de 1995.
La siguiente cuestión de suma importancia en el pensamiento de Juan Pablo II sigue ligada intrínsecamente a su visión del ser humano. Se trata de una mayor comprensión de la sexualidad humana y su significado en la identidad humana. Esta reflexión se ve explicada de manera más completa en su libro «Hombre y Mujer los creó. La redención del cuerpo y la sacramentalidad del matrimonio», conjunto de catequesis papales de los años 1979-1984. La visión filosófica de la sexualidad humana que encontramos en esta obra del Papa sigue siendo a día de hoy una lección por aprender, por la cultura moderna en general, pero también por los que dicen ser seguidores del pensamiento de wojtyliano. Sacar la sexualidad humana del contexto de su uso hedonista, en el que lo ha puesto la revolución sexual, situarlo en el centro de la reflexión sobre la condición humana, la relación entre el ser humano y Dios, esa es la aportación del Papa polaco al pensamiento moderno.
Y finalmente, el tercer elemento clave de la reflexión de Juan Pablo II es el de la defensa de la existencia de una verdad objetiva y de la capacidad del hombre para reconocerla. En este contexto hay que hacer referencia principalmente a dos encíclicas proclamadas por el Papa: Veritatis splendor de 1993 y Fides et ratio, del 1998. En ambos textos Juan Pablo II opta por rechazar el pensamiento moderno tan generalizado del relativismo ético. También confirma en ellos la capacidad del ser humano de reconocer la verdad, algo alcanzable gracias a la voluntad y a la razón, que se refuerzan mutuamente.
Su postura le permitía reclamar con total convencimiento el respeto a la condición humana y el rechazo a tratarla de forma arbitraria, con justificaciones políticas o intelectuales.
A modo de resumen
Juan Pablo II es una personalidad pluridimensional que nos ha dejado un legado sorprendentemente rico y variado. Nos beneficiamos de él pero éste también sigue siendo un gran reto con el que es hora de empezar a medirse de manera integral.
La salvaje embestida mediática contra el Papa polaco, realizada con tan poco fundamento documental, es la mejor prueba de que sus perpetradores tienen como objetivo desacreditar a Karol Wojtyła como autoridad moral e intelectual. El patrimonio visible de Wojtyła sin embargo, no se puede infravalorar fácilmente y debería convertirse para todos nosotros en objeto de una nueva reflexión y, seguramente, también en fuente de inspiración espiritual e intelectual.
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