El Mathias Corvinus Collegium celebró entre el 27 y el 29 de julio el MCC Feszt, un evento que en su tercera edición reunió a miles de personas, más de 47.000 en comparación con las 10.000 que acudieron el primer año, en Esztergom. A lo largo de esos tres días, los asistentes pudieron visitar un centenar de expositores, escuchar alguna de las 120 charlas en húngaro o en inglés que se realizaron en los distintos escenarios instalados en la ciudad, o acudir a los conciertos que se celebraron por la noche. También había un llamativo expositor del ejército, con vehículos y armas, y otro del cuerpo de bomberos. Ambos eran los favoritos de los muchos niños que iban de un lado para otro por las calles tomadas por el festival. Lógicamente, había una mayoría de jóvenes, pero también personas mayores y familias, muchas familias, todo dentro de la más absoluta normalidad.
Cómo ya he mencionado, tuvieron lugar 120 charlas en los que participaron 250 oradores. Las charlas, que también incluyeron presentaciones de libros, versaron sobre todo tipo de asuntos, desde el enfrentamiento entre Bruselas y Hungría, a la inmigración o la situación de la religión en el mundo. Tuve el honor de participar en un panel presentado por Jorge Gallarza, en el que Alejandro Peña Esclusa presentó su libro “La guerra cultural del Foro de Sao Paulo”, que ha sido traducido al húngaro. Muchos pueden pensar que el Foro de Sao Paulo queda muy lejos de países como Hungría, pero el mal no conoce fronteras, y la perniciosa influencia y el dinero del Foro también está presente en Europa, como sabemos muy bien en España por el desarrollo de Podemos. Muy cerca de Hungría, en Eslovenia, el partido Levica, cuyos dirigentes tienen una estrecha relación con la dictadura bolivariana, forma parte del gobierno y aplica políticas woke y de blanqueamiento de los crímenes comunistas, eliminando, por ejemplo, el día del recuerdo a las víctimas del comunismo. Pero esta charla, y otras, serán comentadas en próximos artículos, así que no me extenderé más, salvo para señalar la absoluta normalidad con la que se desarrollaron todos y cada uno de los debates.
La belleza importa, y Esztergom, la ciudad junto al Danubio que desde hace tres años acoge el festival del MCC, es una ciudad muy hermosa y llena de historia. Fue capital durante más de 200 años y allí nació y se coronó el primer rey de Hungría, Esteban I, en el año 1000. La ciudad es además la sede de la iglesia católica del país y es conocida como la Roma húngara. Su basílica es el símbolo de la ciudad y es también la iglesia más grande de Hungría, y la tercera de Europa, y el edificio más alto del país. Además de su castillo, e incluso los restos de una mezquita otomana, testigo de la cruel dominación turca, está ciudad junto al Danubio tiene edificios barrocos y una estatua de la Santísima Trinidad preside su plaza principal. Mientras paseaba, haciendo fotos a monumentos y paisajes, me di cuenta de llevaba despreocupadamente mi teléfono móvil en la mano y recordé mi visita a Barcelona hace apenas un mes. Allí también hice algunas fotos, a la Sagrada Familia y a algún que otro lugar, pero, después de hacer cada foto mi teléfono volvía a mi bolsillo. Barcelona, tras años de políticas separatistas y de izquierdas, ya no es una ciudad segura, y prácticamente a diario se producen robos y agresiones que son conocidas gracias a que corren como la pólvora por la redes sociales. También estuve en el sur de Francia, donde las calles son patrulladas por soldados armados para evitar los atentados terroristas. Pero nada de eso ocurre en Hungría, ni tampoco en Polonia, porque las leyes y las fronteras se encargan de proteger a sus ciudadanos. Lo que sucede en la mayor parte de Europa Occidental es que lo que antes era normal, ahora es calificado como “extremismo de derechas”, mientras que los guetos, la delincuencia, la suciedad y la inmundicia, se consideran consecuencias inevitables del progreso.
Incluso el progreso ha cambiado su significado y ya no se refiere a mejorar la calidad de vida, no, progreso es ahora perder derechos y libertades en favor de minorías eternamente oprimidas, aunque estén en los gobiernos, poder elegir entre 200 géneros o cambiar un bistec por un entrecot de gusanos. Ese es el motivo por el que cada vez somos más los que votamos “mal” y añoramos la vieja normalidad, esa normalidad que, en muchos casos, ya sólo encontramos tras la puerta de nuestras casas. Por esa razón, merece la pena saltar el muro de nuestro paraíso progresista, antes de nos prohíban hacerlo por nuestra excesiva huella de carbono, y encontrar que hay otra Europa en la que aún se respira esa maravillosa sensación de normalidad.
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